Era una tortuga que sabía de todo: qué día empezaba la primavera, por qué el elefante tenía trompa… y muchas otras cosas más. Sin embargo, el día que cumplió cien años descubrió que no sabía su nombre. Y se puso muy, triste.Tanto que empezó a llorar con gran tristeza…
—De qué me vale saber tanta cosa —se dijo— si no sé cómo me llamo.
Su amigo el tortugo,quedó asombradísimo.Nunca había visto llorar a una tortuga.
Pero en cuanto ésta le contó el motivo, lo comprendió enseguida. Y le aconsejó:
—¿Por qué no te vas de viaje, tortuguita sabia? A lo mejor, preguntando y preguntando, encuentras a alguien que sepa decirte tu nombre.
Así fue como la tortuga preparó sus bolsos y, siempre llorando, se fue por el mundo a averiguar su nombre.
Anduvo mucho, pero nadie supo decirle. Ni el elefante Elegante, ni la mariposa Rosa, ni el loro Coro.
Al cumplir doscientos años, llegó de vuelta a su casa. El tortugo la estaba esperando con una torta de doscientas velitas. Y un sobre grande, color rosa. Era una carta de la lechuza Fusa, el más sabio de los animales; y en ella le anunciaba que su nombre era… ¡Raquelita!
¿Qué contenta se puso la tortuga!
—¡Raquelita!— murmuró —¡Raquelita! Parece una campanita.
El tortugo le dio un beso y, muy contentos, se comieron la torta.
Y Raquelita, como tenía hambre, se comió también las velitas.
